Eleanor Roosevelt

AUTORA DEL TEXTO: AMELIA SANCHÍS VIDAL

ESTADOS UNIDOS, 1884 – 1962

“No basta con hablar de paz. Uno debe creer en ella y trabajar para conseguirla”

Casada con Franklin D. Roosevelt, tuvo una hija y cinco hijos. Descendiente de inmigrantes y de familia influyente, quedó huérfana con 10 años. Sus tareas de voluntariado fueron una constante en su vida. Después de ser primera dama de Estados Unidos (1933-1945), fue nombrada delegada de Naciones Unidas (1946-1952) por Harry S. Truman, lideró la elaboración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Designada por John F. Kennedy, presidió una comisión para analizar el estatus de la mujer en su país (1961-62). Defendió los derechos de los afroamericanos y de las mujeres, fue diplomática, pacifista y escritora.

Ella dijo que “es más inteligente tener esperanza que no tenerla, tratar de hacer las cosas que no intentarlo”. Estaba convencida de que “el futuro pertenece a quienes creen en la belleza de sus sueños”.

No es fácil para las mujeres pasar a la Historia; sólo hay que analizar los libros de texto universitarios para constatarlo. A pesar de su condición de ciudadana de segunda categoría que no pudo votar hasta que cumplió 35 años, su implacable determinación le hizo vencer las dificultades, sin intimidarse. Siempre siguió a su conciencia a pesar de la coyuntura, ¿o quizá precisamente debido a ésta?

Fueron Eleanor Roosevelt y Hansa Mehta las que se empeñaron en cambiar el artículo primero de la redacción original de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, “todos los hombres nacen iguales”, por la de “todos los seres humanos nacen libres e iguales”. Las mujeres habían aprendido la lección: no querían que el masculino universal las volviera a invisibilizar. Ello costó una dura discusión porque los varones no podían entender dónde estaba el matiz. La mujer necesitaba su propia voz, no la del masculino universal; y en el palacio parisino de Chaillot Eleanor lideró ese cambio.

Defensora infatigable de los derechos de las mujeres, se rebeló contra el apartheid de los afroamericanos y atendió con la diligencia debida de una buena mater familiae la desesperada situación tras la Gran Depresión. Participó activamente en la Liga de las Mujeres Votantes, en la Liga de Mujeres de la Unión de Comercio y en la División de Mujeres del Partido Demócrata. Por ello desarrolló una sensibilidad especial que le hizo ser una negociadora respetada en las Naciones Unidas. A pesar de que hizo posible la existencia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, quizá falten algunos años para que sus aportaciones se estudien seriamente en las Facultades de Derecho.

Se casó con Franklin D. Roosevelt, al que cuidó tras padecer poliomielitis; su imagen en silla de ruedas quedó grabada en el imaginario colectivo. Eleanor lo dejó todo para darle un futuro. Realizó funciones para las que no había sido educada por ser mujer; pero sí sabía, por esa misma condición, cuidar de su familia, ser política en la sombra y llegar, extenuada, al cuidado de sí misma. Ese era el orden jerárquico vital que le imponía la sociedad; además, estaba convencida de que ayudar a los demás era un imperativo categórico.

Cuando su esposo fue elegido presidente de Estados Unidos, la Constitución no establecía funciones para la “primera dama”; tradicionalmente se ocupaba de las funciones ceremoniales. Pero ella se convirtió, con sus viajes, en asesora presidencial y con frecuencia consiguió cambiar la política. Un consejero de confianza del presidente, Rexford Tugwell, describió la situación: “Sería imposible decir con qué frecuencia o en qué medida procesos gubernamentales de Estados Unidos tomaron otros rumbos por la determinación de ella”. Introdujo otros cambios: concedió una conferencia de prensa; escribió una columna llamada “My Day “(Mi día); se ocupó de los problemas sociales; y abrió posibilidades a las futuras primeras damas.

Renunció a ser miembro de Las Hijas de la Revolución Americana (Daughters of the American Revolution) porque este grupo de mujeres aristocráticas discriminó a la cantante Marian Anderson, no dejándola actuar en el Constitution Hall por ser negra. Cuando se enteró, logró que el evento se trasladara al Lincoln Memorial y, ante más de 75.000 personas, se oyó el concierto.

Durante la Guerra Civil española, los Roosevelt adoptaron un niño de 14 años; Eleanor recuerda en su libro This I remember que, estando en una cena con Churchill, durante la II Guerra Mundial, le comentó que debían haber hecho algo más por el bando republicano. Churchill contestó que, si el bando republicano hubiese ganado, él y ella hubiesen sido los primeros en perder la cabeza; y es que ser un gran estadista no exime de decir tonterías. Nunca estuvo a favor de normalizar las relaciones diplomáticas con la España franquista.

Poco después, Eleanor Roosevelt se interesó por el programa de vuelo de Tuskegee —escuela para pilotos afroamericanos—, pues había un informe que sostenía que ellos no eran aptos para la guerra tecnológica; pero la administración Roosevelt apostó por el Programa de Capacitación para Pilotos Civiles, que incluyó alumnos afroamericanos; el proyecto no acabó con el racismo pero abrió el camino hacia la integración. Fue también la aviación una vía de inclusión para las mujeres. En la II Guerra Mundial Jacqueline Cochran, piloto privado, convenció a Eleanor de que se necesitaban mujeres piloto para la guerra que se avecinaba. Se reclutaron más de mil mujeres piloto al Servicio de las Fuerzas Aéreas.

Su círculo era esencialmente feminista. Después de la infidelidad de su marido tuvo dos amores: Earl Miller y Lorena Hickok. Conoció a la periodista Lorena Hickok cuando le realizaba la entrevista para la agencia AP. La periodista fue su consejera de prensa, y fijó su perfil profesional. “Me has hecho crecer como persona, por el solo hecho de ser merecedora de ti: Je t’aime, je t’adore”, le escribe Roosevelt a Hickok. La relación se fue enfriando debido a las múltiples obligaciones de Eleanor y, aún así, le escribe: “Querida, sé que no estoy tan disponible para ti, pero te sigo queriendo”. Se quiso disfrazar como un “matrimonio bostoniano” una relación avalada por 2.336 cartas llenas de amor y ternura.

Tras la muerte de su esposo continuó su activismo con el presidente Truman, que la nombró delegada ante la ONU y la calificó la “Primera Dama del Mundo”. En 1946, durante la reunión inaugural de la Asamblea de Naciones Unidas en Londres, leyó una carta para celebrar la paz tras la II Guerra Mundial: “Esta nueva oportunidad para la paz […] se ganó por medio de los esfuerzos conjuntos de hombres y mujeres que trabajaron por los ideales comunes de libertad humana en un momento en el que la necesidad de un esfuerzo unido quebrantó la barrera de raza, credo y sexo”.

Ella dijo: “En definitiva ¿dónde empiezan los derechos humanos universales? Pues en pequeños lugares, cerca de nosotros; en lugares tan próximos y tan pequeños que no aparecen en los mapas. Esos son los lugares en los que cada hombre, mujer y niño busca ser igual ante la ley, en las oportunidades, en la dignidad sin discriminación. Si esos derechos no significan nada en esos lugares, tampoco significan nada en ninguna otra parte”.

Feminista convencida y antisegregacionista, sus escritos son el fiel reflejo de sus posiciones: This is my story, This I remember, On my own, o Tomorrow is now. Contaba 78 años cuando murió.

Parece apropiado acabar esta semblanza con el anhelo que ella expresó: “¿Cuándo se enternecerá nuestra conciencia hasta un punto tal que nos lleve a actuar para prevenir la miseria humana en lugar de vengarla?”.