Aung San Suu Kyi

AUTORA DEL TEXTO: LAURA ALONSO CANO

MYANMAR, ANTES BIRMANIA, 1945

“Nosotros todavía somos prisioneros en nuestro propio país”

Declarada presa de conciencia por Amnistía Internacional, ha vivido retenida desde 1989. Líder de la oposición democrática en su país. Premio Nobel de la Paz en 1991. Estudió Filosofía, Política y Economía en la Universidad de Oxford. Profesora visitante en la Universidad de Kyoto. Cursó estudios en la Escuela de Londres de Estudios Orientales y Africanos. Ha publicado Freedom from Fear and Other Writings y Voice of Hope: Conversations. En la actualidad sigue privada de su libertad y su caso está siendo sometido a juicio, los militares birmanos la acusan de haber violado el arresto domiciliario y piden que sea encarcelada.

Mirándola no es fácil imaginar su historia, pareciera ser la protagonista de un cuento antiguo: bella, con flores en el pelo y una elegancia sencilla que deslumbra. Cuarenta y cinco kilos de peso y un metro sesenta y dos centímetros de altura acogen una voluntad inquebrantable y una capacidad de liderazgo que ilumina otras formas de enfrentarnos a la injusticia.

Su padre, Aung San, fue un respetado general del ejército birmano que defendió la independencia ante Gran Bretaña y que fue asesinado en 1947, meses antes de que su país alcanzara la independencia. Ha sido el referente y la inspiración de gran parte de los estudios académicos de su hija. Su madre, Khin Kyi, fue enfermera mayor del Hospital General de Yangón (entonces todavía Rangún) y embajadora de Birmania en la India en 1960. Con ella profundizó en la tradición budista de Mahatma Gandhi y fraguó su compromiso con la no violencia como manera radical de estar en el mundo.

Salió de Birmania en su adolescencia para acompañar a su madre a la India y antes de cumplir los veinte años comenzó sus estudios de Filosofía, Política y Economía en la Universidad de Oxford; después vivió en Nueva York y trabajó en la ONU. Con el tiempo conoce a quien será su esposo, Michael Aris, y fija su residencia en Londres. En 1977 nace su segundo hijo.

Un inesperado viaje, en abril de 1988, cambió el curso de la vida de Aung San Suu Kyi cuando regresó a Yangón para acompañar a su madre que había enfermado repentinamente. A finales del mes de julio de ese mismo año, las circunstancias políticas de Birmania dieron un vuelco al dimitir el dictador Ne Win, cabeza opresora del régimen militar que truncó en 1962 la senda democrática del país tras alcanzar la independencia. El 8 de agosto de 1988, los estudiantes se echaron a la calle para exigir al Gobierno democracia y respeto a los derechos humanos. Durante las seis semanas siguientes, las manifestaciones, cada vez más multitudinarias y con mayor apoyo popular, se extendieron por todo el territorio, hasta que intervinieron las fuerzas de seguridad y reprimieron violentamente el alzamiento: mataron a más de 3.000 personas e hicieron desaparecer a muchas otras. La masacre también conmocionó a la comunidad internacional. Algunos creyeron que había llegado el final del régimen opresor en Myanmar y parecía que las atrocidades cometidas no serían toleradas tampoco en el exterior. A pesar de la intensidad de las revueltas, lideradas por la llamada generación del 88 (“8888” en referencia a la fecha del alzamiento), el régimen logró mantener el statu quo.

Ante la gravedad de los acontecimientos, el 15 de agosto Suu Kyi dirige una carta al Gobierno pidiendo elecciones multipartidistas para su país y diez días después pronuncia su primer discurso público reclamando un Gobierno democrático. Un mes después se funda la Liga Nacional para la Democracia (NLD), con Suu Kyi como Secretaria General, para apoyar una transición política hacia la democracia mediante la no-violencia y la desobediencia civil. Inmediatamente recorre el país buscando apoyos y demandando el cambio político, desoyendo las advertencias del Gobierno. A finales del mes de diciembre muere su madre a la edad de 76 años y decide no regresar a Gran Bretaña, a pesar de que allí la esperan su marido y sus dos hijos y de que las condiciones para su seguridad empeoraban día a día.

En 1989 el acoso a los opositores se recrudece y en el mes de julio Aung San Suu Kyi es sometida a arresto domiciliario sin juicio previo ni presentación de cargos. Incluso retenida, su popularidad va en aumento hasta alcanzar en las elecciones generales de mayo de 1990 el 82% de los representantes parlamentarios para el NLD, que no fueron reconocidos por la Junta militar birmana. Permaneció incomunicada hasta 1995, año en que suspendieron temporalmente su detención para conminarla a abandonar el país a cambio de su silencio. Fue entonces cuando su esposo logró verla por última vez, él murió en 1999 en Londres. El Gobierno birmano siempre la impulsó a reunirse con su familia en el exterior, pero le advirtió que jamás podría volver a su país.

En los últimos 20 años, su noble decisión de permanecer junto al pueblo birmano le ha supuesto más de 15 años de privación de su libertad. Podía haber vivido otra vida, al ofrecer su sacrifico ante la opresión se ha convertido en el símbolo de la resistencia pacífica de todo un pueblo: “Algunos creen que, para superar el régimen autoritario y reemplazarlo por uno democrático, el único camino es el de la violencia. Me gustaría ser el precedente de un cambio político a través del acuerdo político y no mediante la violencia”. Apoyándose en su reconocimiento internacional, trata insistentemente de buscar apoyos para impulsar el cambio político en su país. A pesar de su arresto, sus denuncias no cesan y su voz logra traspasar fronteras clamando contra la injusticia que asola su país.

Pero su contienda no es en solitario. Como ella, muchos hombres y mujeres en Myanmar desafían sin tregua a uno de los regímenes militares más represivos del planeta. Hoy, el ejército sigue perpetrando de manera generalizada y sistemática violaciones graves de los derechos humanos.

En el año 2008 la población birmana sufrió un nuevo embate: a las duras condiciones políticas se sumaron los efectos devastadores del ciclón Nargis. La calculada inoperancia del Gobierno y su resistencia a permitir el acceso de la ayuda humanitaria internacional sometieron a la población a las peores condiciones imaginables. Los observadores pudieron constatar, con horror e incredulidad, que el Gobierno había violado los derechos humanos de sus propios ciudadanos a una escala masiva. Tampoco este sufrimiento ha logrado que los representantes políticos de China, Rusia, Indonesia y Vietnam retiren sus apoyos a la Junta militar birmana. Ello ha evitado articular una voz contundente de la comunidad internacional ante semejantes hechos.

Pero las denuncias de todo un pueblo no han quedado totalmente silenciadas. A lo largo de todos estos años han sido numerosos los reconocimientos internacionales que ha recibido Aung San Suu Kyi, entre ellos el Premio Nobel de la Paz en 1991 por “su lucha no violenta por la democracia y los derechos humanos”. Durante la ceremonia, el presidente del comité Nobel dijo que “su ausencia nos llena de miedo y ansiedad aunque también nos cabe la esperanza”.

A través de sus palabras sabemos que la inquebrantable voluntad de Suu Kyi seguirá en pie hasta que la libertad sea conquistada: “Continuaremos con nuestros esfuerzos de traer democracia a Birmania bajo todas las circunstancias. Creemos en esperar lo mejor y en prepararnos para lo peor”.